OTRO RENACIMIENTO. ARTISTAS ESPAÑOLES
EN NÁPOLES A COMIENZOS DEL CINQUECENTO

dal 18 ottobre 2022 al 29 gennaio 2023

Organizada por el Museo Nacional del Prado y el Museo e Real Bosco di Capodimonte en Nápoles, la exposición se propone ilustrar un capítulo muy fecundo pero muy desconocido de la cultura del Renacimiento europeo: el breve período de unos treinta años, aproximadamente desde 1504 hasta 1535, durante el cual se asiste a la transición de la España y la Italia meridionales hacia la que Vasari llamaba “la maniera moderna”, el gran arte basado en la revolución llevada a cabo por Leonardo, Rafael y Miguel Ángel. Las novedades elaboradas en la capital pontificia fueron inmediatamente recibidas y reinterpretadas en la Nápoles que en aquellos años pasó a ser española (1504); aquí, los grandes artistas de la primera generación del Renacimiento ibérico – Pedro Fernández, Bartolomé Ordóñez, Diego de Siloe, Pedro Machuca, y quizá también Alonso Berruguete – pudieron dar sus primeros pasos profesionales en firme, realizando algunas obras de gran importancia.

La exposición, comisariada por Andrea Zezza, Professore associato, Dipartimento di Lettere e Beni Culturali, Università degli Studi della Campania, y Riccardo Naldi, Professore, Facoltà di Lettere e Filosofia, Università degli Studi Napoli «L’Orientale», pretende llamar la atención del público sobre esta etapa tan breve pero feliz, poniendo de justo relieve la altísima calidad de las creaciones artísticas y su carácter cosmopolita, junto con el papel decisivo que desempeñaron los artistas españoles. La base del discurso expositivo la constituye la convicción de que esa etapa de florecimiento vio una conexión estrechísima entre pintura y escultura. El parangón entre las dos “artes hermanas”, uno de los temas más frecuentes en la teoría y en la práctica del arte del Renacimiento, encuentra de hecho en Nápoles un terreno particularmente fértil para la elaboración de modelos que contribuyeron a la definición, en el primer Cinquecento, de una particular declinación ibérica del lenguaje del Renacimiento y, en Nápoles, de una escuela local autónoma, con características estilísticas claramente identificables.

La exposición

En 1503, Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, tras derrotar al ejército francés que pretendía ocupar Nápoles, entra triunfante en la ciudad y se hace cargo del gobierno en nombre de los Reyes Católicos. Se trata de un paso importante en el proceso que llevó a España a consolidarse como potencia hegemónica europea. El resto de Italia, sumida en una profunda crisis política, asiste a la afirmación de su cultura humanista, con la Antigüedad como modelo de referencia admirado y respetado en el continente.

Nápoles había vivido en las décadas anteriores un gran auge cultural, y la pérdida de su independencia política no supuso el final de ese brillante periodo, sino que contribuyó a definir un nuevo papel para la ciudad, fundamental en la difusión de la cultura renacentista italiana en la península Ibérica.

Carente de una fuerte escuela artística local, la capital del sur, si bien tradicionalmente cosmopolita, acogió en esos años la «maniera moderna», el nuevo arte basado en la revolución protagonizada por Leonardo, Miguel Ángel y Rafael. Este fervoroso periodo estuvo animado por artistas destinados a un prometedor futuro: fue en Nápoles donde los españoles Pedro Fernández, Bartolomé Ordóñez, Diego de Siloe, Pedro Machuca, y tal vez Alonso Berruguete, cosecharon sus primeros éxitos antes de convertirse en los protagonistas del Renacimiento español.

Esta exposición pretende llamar la atención sobre este breve pero extraordinario momento y destacar la altísima calidad de las obras de arte producidas desde principios de siglo hasta 1530, cuando terminó la guerra entre el emperador Carlos y el papado.

En el umbral del siglo XVI Nápoles tenía más de cien mil habitantes y era la ciudad europea más poblada después de París. En las décadas anteriores al establecimiento de la corte de los reyes de Aragón se habían congregado allí muchos de los humanistas italianos más importantes, que desarrollaron una peculiar forma de «humanismo monárquico» –distinto del «humanismo cívico», propio de las ciudades libres del centro de la península Itálica–, fundado sobre el prestigioso legado de los antiguos.

Todo ello influyó profundamente en la civilización europea al proponer una nueva función para los intelectuales laicos, desvinculados de la Iglesia y consagrados, a la sombra del rey, a la reflexión política, social, jurídica y cultural, así como a la transmisión de las razones del soberano y a la construcción de un aparato estatal.

Nápoles pasa a ser español

La incorporación de Nápoles a la Corona hispana favoreció un desarrollo sustentado sobre nuevas bases: el sur de Italia se integraba en un complejo imperio mediterráneo y pasaba a convertirse, por un lado, en un puesto de avanzadilla para la propagación de las costumbres españolas en Italia, y, por otro, en cabeza de puente para la difusión del lenguaje renacentista italiano en la península Ibérica.

A pesar de que los ejércitos recorrían el Reino, Nápoles mantenía su vocación abierta y cosmopolita, por lo que continuó atrayendo a artistas de todos los orígenes: romanos, emilianos, toscanos o lombardos, pero también ibéricos.

El viaje de Fernando el Católico a sus nuevas posesiones (1506-7) constituyó un acontecimiento clave en este proceso: el rey fue recibido con grandes esperanzas y homenajeado con arquitecturas efímeras y pinturas que celebraban su triunfo a la manera de los emperadores antiguos, con lo que se desarrolló un modelo ceremonial que se exportó de inmediato a la península Ibérica. En esos momentos aparecen activos en Nápoles un misterioso artista conocido como Maestro del Retablo de Bolea y el pintor Pedro Fernández, procedente de Lombardía, que, tras establecerse en la ciudad durante unos años, logró renovar profundamente la cultura figurativa local.

Hacia la «maniera moderna»

Entre los siglos XV y XVI las artes vivieron en Italia un momento de transformación histórica. La obra de artistas como Leonardo y Giorgione, claramente asimilada por sus coetáneos, marcó una ruptura con el pasado: la representación de la naturaleza alcanzaba una nueva dimensión, y las figuras adquirían sentimientos, vitalidad, movimiento. Por su parte, Miguel Ángel y Rafael impusieron un modelo de belleza más complejo e idealizado. Este modelo aspiraba a emular la grandeza, la medida y el poder retórico del arte de los antiguos, considerado hasta entonces un modelo inasequible. Con él, se buscaba una perfección que iba más allá de la representación de lo natural, hasta el punto de revelar el don divino de la Gracia. Es el estilo al que Vasari se referirá como la «maniera moderna», el de la conquista de la perfección.

Florencia, Milán, Venecia y, más tarde, Roma fueron los lugares donde se incubó ese nuevo estilo. Los artistas españoles que confluyeron en Nápoles tras la conquista, formados ya en esos centros de innovación, fueron los encargados de llevarlo allí, junto con el escultor florentino Andrea Ferrucci y el pintor lombardo Cesare da Sesto.

En torno a Rafael

Los años de gobierno del virrey Ramón Folch de Cardona (1509-22) serán recordados entre los más felices de la historia del reino. Fueron también años de un extraordinario florecimiento artístico: la llegada desde Roma de la Virgen del pezde Rafael marcó un punto de inflexión en la actividad de los artistas locales, que la acogieron con gran entusiasmo.

Después de Fernández, los escultores más destacados fueron Diego de Siloe y Bartolomé Ordóñez. Ambos desarrollaron un original estilo al combinar la poética de los afectos de Leonardo con la gracia de Rafael y el poder expresivo de Miguel Ángel.

A finales de la segunda década se extendió una versión más inquieta del estilo rafaelesco, estimulada, una vez más, por la presencia de un artista español llamado a desarrollar una brillante carrera, Pedro Machuca, futuro arquitecto del Palacio de Carlos V en Granada.

La cultura humanística napolitana apreció y favoreció esa interpretación libre del arte clásico, como lo demuestra la doble estancia en la ciudad de Polidoro da Caravaggio y la corta pero relevante carrera de Girolamo Santacroce, el más apreciado de los artistas locales.

Ese momento de fervor creativo se vio truncado por la guerra de 1527-28, tal como había sucedido en Roma con el Saco de 1527.

Las águilas del Renacimiento español

Los artistas ibéricos, ya activos en Nápoles a principios del siglo XVI, sientan las bases del Renacimiento español. Bartolomé Ordóñez trabajó sobre todo en Barcelona, aunque murió en Carrara a finales de 1520. Diego de Siloe, que desarrolló su actividad entre Burgos y Granada, supo infundir en sus obras escultóricas y arquitectónicas un sentimiento de veracidad y grandeza novedoso hasta entonces en esos centros artísticos.

Pedro Machuca trabajó entre Jaén, Granada y Toledo, y se consagró como el principal abanderado de su maestro Rafael, cuya capacidad inventiva supo captar tanto en sus creaciones pictóricas como arquitectónicas.

Alonso Berruguete, activo entre Valladolid y Toledo, imprimió a sus obras una fuerte expresividad impulsada por su pasión por Miguel Ángel. Sus figuras adquieren un carácter visionario que las sitúa entre los principales logros del arte europeo del siglo XVI.

Por su parte, Gabriel Joly, un virtuoso tallista originario de Picardía (Francia), adquirió prestigio en Aragón. En su última fase de actividad el artista alcanzó niveles técnicos y estéticos cercanos a los de Siloe y Berruguete.